viernes, 18 de marzo de 2022

Hacia una Espiritualidad Altagraciana


    Nuestra espiritualidad brota del amor de Dios. Dios es amor, y por amor nos creó a su propia imagen y semejanza, capaces de amar como Él ama, incondicionalmente y sin límites. El Creador solamente busca una cosa: que nosotros -sus criaturas- reciproquemos su amor, amándolo como El nos ama a nosotros. 
    Ahora bien, para evitar cualquier tipo de presión, nos otorgó libre albedrío. Así que, nuestras demostraciones de amor serían completamente espontáneas, originadas solamente en nuestras propias ganas de amarle a El, como El nos ama a nosotros.
    Sin embargo, al otorgarnos libre albedrío, corrió un riesgo: el riesgo de que algunos de nosotros fuéramos seducidos o que eligiéramos tomar otros rumbos, en caminos que no nos llevarán de vuelta a su casa. 
    Dios -quien es amor-, no quiere perder a ninguno de nosotros sus criaturas, ni aún a los peores de nosotros “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en el no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Juan 3, 16-17).     
    En el cuadro de la “Virgen de Altagracia” nos encontramos -como espectadores privilegiados-, contemplando el centro de la historia cuando, en un tiempo pre-ordenado y un lugar predestinado, Dios se encarnó como el más frágil e indefenso de todas las criaturas: un niño. 
    ¿Quién puede resistirse a amar a un bebé? 

 Meditación 
    Es de noche. La Virgen está de rodillas frente al pesebre. Está ensimismada, tranquilamente contemplando a su hijo, el Hijo de Dios. Las manos están juntas, dedo a dedo, yema a yema, combinando el delicado gesto de una celebración silenciosa -por no despertar al niño-, con un casi incontrolable deseo de alabar y dar gracias a Dios. 
    Todo es alegría y amor. 

     Con San José, nosotros miramos y contemplamos, atónitos y asombrados, a Dios hecho hombre, y con el coro de los ángeles cantamos; “Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”
    El cuadro de Nuestra Señora de Altagracia es una invitación a la adoración y la contemplación, a acompañar a la Virgen y orar con ella, mientras que juntos contemplamos al recién nacido, Emmanuel, “Dios con nosotros”. 
    La adoración nos lleva a la contemplación y la contemplación al deseo de estar presentes: 
    — inmóviles como la Madre 
    — velando al niño 
    — amando al Amor y 
    — buscando estar en la presencia de Dios. 

 Oración 
    Señor Jesús, 
    Humildemente nos arrodillamos frente a tu madre, 
    y con ella te contemplamos a ti durmiendo tranquilamente. 

    Te amamos porque eres el Amor. 
    Te adoramos porque eres Dios. 
    Te agradecemos porque viniste para salvarnos. 

    Permítenos mirarte mientras duermes, 
    velarte mientras descansas, 
    y contemplarte mientras sueñas. 

    Al despertar, 
    queremos cargarte porque eres nuestro hermano; 
    besarte en gratitud porque eres tan generoso; 
    y abrazarte porque estás tan desprotegido. 

    Señor Jesús, tú sabes que no somos nada. 
    No merecemos tu interés, y menos todavía tu atención. 
    Pero Señor, 
    por la intercesión de tu madre, Nuestra Señora de Altagracia, 
    te pedimos que nos escuches, 
    que intervengas en nuestras vidas según tu voluntad, 
    para que podamos seguir el camino recto 
    que nos llevará a la vida eterna 
    en la casa de tu Padre. 
    ¡Gracias, Señor Jesús! 

     Y a ti, Señora, 
    Te rogamos que nos enseñes a permanecer 
    en la intimidad de este momento. 
    Solamente queremos estar donde El está, 
    respirar el aire que El respira, 
    y compartir el lugar donde El se encuentra. 

    A ti te pedimos humildemente 
    que intercedas por nosotros ante tu Hijo, 
    para que podamos volver a sentir su paz, 
    su perdón y su amor. 

    Gracias María, 
    Virgen de Altagracia, 
    madre nuestra 
    y protectora de nuestro pueblo dominicano.
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La Devoción a la Altagracia 

    La devoción a la Altagracia -sin duda alguna-, es la más arraigada en la República Dominicana. No hay que sobreabundar con estadísticas:     
    — Una mujer de cada doce se llama “Altagracia”. 
    — Un dominicano de cada diez visita la Basílica de Higüey cada año.
    La razón de su popularidad es fácil de encontrar: casi no existe una familia a lo largo y ancho del país que no guarde al menos un testimonio de los frutos de la intercesión de Nuestra Señora de Altagracia. 
    Como dice un obispo dominicano, el cuadro es “carismático”; es decir, produce frutos y frutos en abundancia. 
    Y la razón de tantos milagros es fácil de encontrar también: 

    El cuadro es claramente una invitación a orar, y -como todo el mundo sabe-, “la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios” (San Agustín). Dios, en su irrefrenable bondad, no puede resistirse a las súplicas de sus hijos, especialmente a las que son presentadas por su propia madre, Nuestra Señora de Altagracia. He aquí la razón de los tantos “milagros” de la Virgencita de Higüey. Efectivamente, el país entero está lleno de testimonios de sanaciones, conversiones y reconciliaciones porque -sencillamente-, la intercesión de La Altagracia funciona. 

    Pero sería irresponsable proclamar esta devoción y -a la vez-, limitar su alcance a unas cuantas prácticas pías. 

    Es claro que las peregrinaciones a la Basílica en Higüey son importantes, con una buena confesión, entregar las promesas, ir a una Misa, subir para darle “un beso a Tatica”, y el encender una vela para dejar memoria de las oraciones ascendiendo al cielo mientras que nosotros regresamos de vuelta a casa. Es claro, también, que las novenas a la Virgencita de Higüey producen frutos y frutos en abundancia. 
    Pero para nosotros, que proclamamos una devoción a la Virgen de Altagracia, es preciso “remar mar adentro” y profundizar en la espiritualidad de la Altagracia. 
    Quiero destacar tres dimensiones de esta espiritualidad: Contemplación, Conversión y Evangelización: 
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1 Contemplación 

    La relación entre nosotros y Dios 
    La “Espiritualidad Altagraciana” tiene su punto de partida en el amor que desciende desde el cuadro hacia nosotros, y asciende desde nosotros hacia Dios. 
    Inmóviles como la madre velando al niño, nos arrodillamos frente a la imagen de Dios en el pesebre, para dejar atrás la oración de petición y alabanza, y sumergirnos en la adoración, la meditación y finalmente la contemplación de él que está representada en el cuadro. 
    Una sola cosa queremos: “estar mucho tiempo a solas con Aquel que sabemos nos ama” (Santa Teresa de Ávila), amando al Amor, y buscando entrar en la presencia de Dios, donde todo es gracia. 
    En nuestra inocencia queremos simplemente estar donde Él está, respirar el aire que Él respira, y rendirnos a su magnifica majestad. 
    Todo es gracia, todo es presencia. “Me basta tu gracia”. 

    El cuadro nos invita a una contemplación de miradas: 
    Con San José, nosotros miramos y contemplamos, atónitos y asombrados, a Dios hecho hombre, y con el coro de los ángeles cantamos: “Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. 
    Y nosotros, ensimismados como María, aceptamos su invitación: “Mírale a Él”
    Y allí está el Niño Jesús, que nos está invitando -con una mirada de fe-, a “mirarle a Él mirándome a mí”. 
    Mientras tanto, desde el cielo, Dios Padre nos está mirando, contento, amando a Dios Hijo: “Este es mi Hijo amado, en quién me complazco”. 
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2 Conversión 

Ser como la Virgen de Altagracia 
    La Virgen de Altagracia está invitándonos a un cambio radical: dejar el "yo" atrás y, con la inspiración del Espíritu Santo, convertirnos en imitadores de ella, como si fuéramos copias de la Altagracia (en miniatura) con el Niño Jesús en el centro de nuestras vidas. “Ya no vivo yo, sino Cristo que vive en mí” (Gálatas 2, 20). 
    María de Altagracia demuestra unas actitudes que claramente nos invitan a asumir como las nuestras.  A primera vista se pueden identificar las actitudes de paz, humildad, amor y alegría. 
    — María está hincada en una actitud de tranquilo recogimiento. Es evidente que, hace tiempo, está cómodamente arrodillada así. Todo es paz
    — María tiene la cabeza inclinada en un gesto que -a la vez que nos invita a mirar al que ella está mirando-, demuestra una sumisión a la voluntad de él que ella está observando. Todo es humildad
     — María irradia una presencia de amor que rellena todo el espacio del cuadro, y rebosa -saliendo del marco-, para alcanzar nuestros propios corazones. Todo es amor
        — Las manos de María están juntas, dedo a dedo, yema a yema, combinando el delicado gesto de una celebración silenciosa -por no despertar al niño-, con un deseo casi incontrolable de alabar y dar gracias a Dios. Todo es alegría
     He aquí las actitudes que se nos invita asumir en nuestras propias vidas, como devotos de la Altagracia: paz, humildad, amor y alegría. 

    Además, hay unas virtudes que podemos destacar.  Claro que están presentes las tres virtudes teologales:  la fe, la esperanza y la caridad. Sin ellas, María no hubiera creído, esperado o amado. 
    
Pero también están presentes en forma especial dos virtudes humanas: 
    La prudencia, sin la cual María no habría discernido, en estas circunstancias tan insólitas, el verdadero bien, y elegido los medios justos para realizarlo. 
    — La fortaleza que le aseguró a María la firmeza y la constancia aún en las dificultades. 
    He aquí las virtudes que se nos invita a asumir en forma especial en nuestras propias vidas, como devotos de la Altagracia: la prudencia y la fortaleza. 

    Así pues, para asimilar la Espiritualidad Altagraciana, es preciso que asimilemos las actitudes y virtudes de María de Altagracia, para convertirlas en nuestras propias actitudes y virtudes. 

    En Resumen: 
“Y en esto consiste el amor: en que vivamos conforme a sus mandamientos. Este es el mandamiento, como lo han oído desde el comienzo: que vivan en el amor” (2 Juan 1, 6). 
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Evangelización 

     Ámense unos a otros como Yo les he amado 
    La tercera y más importante de las dimensiones de la Espiritualidad de la Altagracia es la dimensión de vivir la espiritualidad en el mundo, contagiando al prójimo con las actitudes y virtudes que hemos asimilado de la Virgencita de Higüey. El elemento más importante de la evangelización es la oración. Hay que orar sin cesar, antes, durante y después de todo lo que hacemos. Porque, si nosotros no estamos en comunicación permanente con Dios -hablándole y escuchándole-, es probable que no estemos haciendo su voluntad. 
    La evangelización tiene dos facetas: pasiva y activa. 

    La forma pasiva de evangelizar es comportarnos a imitación de la Virgen de Altagracia. Muchas veces un testimonio de estilo de vida es más fuerte que cualquier prédica. Es preciso que hagamos un esfuerzo para brillar con las actitudes (paz, humildad, amor y alegría) y con las virtudes (prudencia y fortaleza) de María de Altagracia cuando salimos y cuando entramos, cuando despertamos y cuando -al final del día-, volvemos a casa. 
    La forma activa de evangelizar es contagiar con nuestra fe, hablando a tiempo y a destiempo, proclamando que el Niño del pesebre es Jesús, y que está vivo, y vino para salvarnos de nuestros pecados. 
    Pero la evangelización no es solamente hablar sino es - también- actuar, comprometernos y participar en la sociedad, en los grupos de la parroquia, de la vecindad, de las juntas de vecinos, inclusive en la política, en las fuerzas armadas, y en el sistema de justicia, asumiendo la responsabilidad de ayudar a los hermanos a vivir el mandamiento del amor que Jesús nos enseñó. 
    No importa si tenemos un colmado, o una empresa con miles de empleados. Es preciso que vivamos nuestra fe cada día, con caridad, justicia y paz. Y siempre imitando a Nuestra Señora de Altagracia con su paz, su humildad, su amor y su alegría. 

    “Que el Señor guíe sus corazones hacia el amor de Dios” (2 Tesalonicenses 3, 5)

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