“Y José de Arimatea tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo” (Mateo 27, 59-60)
Una de las especiales bendiciones por las que damos gracias a Dios en esta visita a los hermanos de la Comunidad de Italia, es la de haber podido conocer y venerar personalmente la preciosa “reliquia” de la Sábana Santa conservada en Turín. Verla de cerca, contemplarla y “leerla” es una experiencia inolvidable y sobre-cogedora. Está más allá de toda explicación meramente humana.
A continuación quisiera compartir algo de lo intensamente vivido en su presencia:
Miles y miles de peregrinos avanzaban lentamente delante y detrás de nosotros. Nidia y yo tardamos más de una hora para poder entrar en la Iglesia donde se conserva el precioso lienzo.
Lo que impacta a primera vista es ante todo su tamaño: es un lienzo verdaderamente grande. Tuvo que envolver el cuerpo por detrás y por adelante. Tiene 14 pies y 2 pulgadas (4.36 metros) de largo.
Pero más impactantes todavía son los detalles asombrosos que se destacan claramente en un tono de color rojo oxidado sobre el blanco sucio de la tela. Se descubre nítidamente la imagen de un hombre que ha sido espantosamente torturado en todo su cuerpo. Para descubrirlo no es necesario que nadie te lo explique o que te ayudes de una fotografía en negativo.
Fácilmente tus ojos lo perciben y distinguen todo: es el cuerpo de un hombre que ha sido atrozmente flagelado desde sus hombros hasta sus pies. La cabeza, las manos, el costado, los pies, todo es un clamor de heridas y de sangre que nos recuerdan al “varón de dolores sin parecer, sin hermosura” de Isaías 53.
Se ve, se examina, se entiende y -de repente- el aire queda atrapado en la garganta. La respiración se interrumpe. Quedan solamente los latidos del corazón y... la convicción de que esta tela tocó el cuerpo del Señor. ¡Jesús fue enterrado en esta envoltura de lino! El Hijo del Hombre estaba aquí, tan presente y tan real como en la Eucaristía...
Era como si alguien -súbitamente- apagase el mundo. Silencio. Todo quedó suspendido. Nada ni nadie se movió. Se impuso una pausa que nos llevó fuera del tiempo. Quedamos totalmente ensimismados.
Poco a poco una realidad increíble empezó a imprimirse en la conciencia. Estábamos cara a cara con un testigo físico de la verdad central de la creación: ¡ésta tela envolvió el cuerpo del Hijo de Dios que dio su vida!
Los ojos se aguaron, el corazón olvidó latir, el alma se estremeció, y desde lo hondo subió -en suspiros de soledad y añoranza- una sola palabra, repetida con temor y amor: Jesús, Jesús, Jesús...
Más tarde, recuperados ya de un impacto que había penetrado hasta las raíces de nuestra fe, otras emociones empezaron a manifestarse.
— Primero, la indignación: ¿Cómo es posible que invirtieran tanta “creatividad” y tanto tiempo en torturar a una persona que estaba destinada a ser ejecutada enseguida?
— Después, la repugnancia: se queda uno horrorizado por la crueldad premeditada, el ingenio asombroso invertido en provocar y prolongar un dolor extraordinario en toda y cada parte del cuerpo. Es muy difícil no juzgar a los autores de este castigo, y más difícil todavía unirse a la petición: “Perdónales, porque no saben lo que hacen”.
— Y finalmente, el asombro: ¿Cómo es posible que, sabiendo lo que le esperaba, “El se sometió, no abrió la boca, como cordero llevado a matadero, como oveja muda ante los trasquiladores’? (Isaías 53,7-8).
¿Quién es éste Jesús? ¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Cómo es posible que me ame tanto que no solamente murió por mí, sino que murió en forma tan espantosa? Está más allá que mi capacidad de entender.
Solamente una cosa me queda por hacer: dejar de resistirte, permitirte envolverme en tus brazos como en un lienzo, y morir por amor en el calor de tu corazón.
¡Gracias Jesús! Porque podría decirte, como Job, “solo de oídas te conocía, pero hoy te han visto mis ojos” (Job, 42, 5).
Gracias por permitirme contemplarte a Ti en la Sábana Santa de Turín.
(El Siervo # 96, Julio – agosto 1998)
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