Es difícil describir el largo, la anchura y
la profundidad de la tragedia en Haití.
Las palabras normales no bastan y las palabras precisas parecen
exageradas. Así que, favor de leer lo
siguiente con un corazón abierto:
Jimani
El camino
desde Santo Domingo es largo y exhausto, un viaje de seis horas y media,
penetrando por la profunda pobreza del sur del país, para llegar a Jimani, en
la frontera con Haití.
Era un
domingo, así que había poca actividad, y cruzamos en menos de media hora, y
seguimos hacia el oeste.
Destrucción
Caminando rumbo a Puerto Príncipe, la capital de Haití, empezamos a ver poblaciones de tiendas de campaña por todos los lados, en líneas y filas bien organizadas. Pero mientras más avanzamos, más desaparecía el orden. Entrando en la ciudad, parecía que cada tercera casa sencillamente había colapsado, con sus escombros saliendo hasta la acera. Y las casas que quedaban de pie todavía, tenían tantas grietas y roturas que nadie se atrevía entrar. La próxima réplica podría -por fin- tumbarlas, con alguien adentro.
En cada espacio vacío se descubrían aldeas de chabolas, pueblos completos de chozas. Cada espacio, parque, facilidad de deportes, cada centímetro de tierra abierta, estaban cubiertas con miles, de miles, de miles de estructuras improvisadas, cubiertas con carpas, lonas, cortinas, sábanas y telas. Y por más que avanzamos, más se empeoraba la pesadilla, con más, y más, y más tiendas de campaña, chozas y chabolas.
Las 4.53 pm, 12 de enero
La hora cuando murieron más de medio millón de personas en Puerto Príncipe.
Al empezar a limpiar la capilla encontramos este reloj, roto, en el suelo.
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No tienen a donde a ir
Es
difícil comunicar la sensación terrible -sentida en el fondo del estómago- a
dar cuenta de que estos no son campamentos de verano, sino literalmente la
única alternativa que queda para los que han perdido todo, y no tienen a donde
a ir. Al menos 600,000 de la población
de Puerto Príncipe han marchado ya, al campo o a otras ciudades y pueblos. Pero los que no pueden marchar, o que no
tienen familia en otras partes, tienen que aceptar lo que sea, donde están. Al menos 1, 700,000 personas están viviendo
bajo lonas: hombres, mujeres, niños, viejos, adolescentes y bebés. Algunos no tienen familia alguna. La gran mayoría han perdido muchos
parientes. Hemos encontrado una sola
persona que no ha perdido a nadie.
Es una
pesadilla en vivo, habitada por 1, 700,000 personas seriamente
traumatizadas. Y cada cara esconde la
cara sufriente de Jesús. No se puede
hacer más que amar -en las palabras de la Madre Teresa de Calcuta- “hasta que
duela”.
Mientras
tanto, en las aceras a lo largo de cada calle y avenida, se encuentran filas de
ventorrillos, kioscos, mesas, telas en el suelo, uno tras otro, ofreciendo toda
y cualquier cosa. Todo el mundo quiere
vender algo, y nadie tiene dinero para comprar.
Hay una
constante neblina espesa y blanca en el aire, del concreto pulverizado. Por todos los lados hay el olor de orines y
-menos evidente- el olor de muerte de los miles de cuerpos sepultados bajo los
escombros.
Jamás
sabremos la cifra verdadera, pero es probable -según Mons. Kebreau (Presidente
de la Conferencia Episcopal Haitiana)- que más de un medio millón de personas
murieron a las 4:53 p.m., el 12 de enero de 2010.
El punto cero |
El punto cero
Pasando
por el centro de la ciudad, seguimos hacia un suburbio que se llama Carrefour,
que es -sencillamente- un área de desastre aplanada. Por todos los lados, tan lejos como se pueda
ver, no hay nada excepto montes de escombros, con -de vez en cuando- la mitad
de una pared, o el punto de un techo.
Nos recuerda las fotos de Hiroshima.
Y -otra vez- carpas, chabolas y chozas en cada espacio disponible.
Se encuentran grietas abiertas, inmensamente largas,
corriendo muchas veces por el medio de la misma carretera, |
Y
saliendo al campo hacia el sur de Puerto Príncipe, de repente y sin aviso, se
encuentran grietas abiertas, inmensamente largas, corriendo muchas veces por el
medio de la misma carretera, con una apertura de quizás veinte o treinta
centímetros de ancho, pero con un lado unos veinte centímetros más alto que el
otro.
No
habíamos creído las historias de la tierra tragando a la gente, pero ahora no
estamos tan seguros.
El Palacio Presidencial
El
Palacio Presidencial es el verdadero corazón de Puerto Príncipe. Anteriormente, había sido el orgullo de la
nación, una silla de gobierno imponente, digna y bien diseñada, asentada en
medio de un terreno bien cuidado y, en frente, un bello parque de grama y
árboles de sombra que se llama “Le Champs du Mars”.
Ya han desaparecido
la grama y los árboles, cubiertos por un enorme campamento de
sobre-vivientes. Y el Palacio mismo,
medio colapsado y totalmente inhabitable, está lentamente desmoronándose,
asentándose más bajo dentro sus propios escombros con cada réplica; la cúpula
central amenazando caerse por delante, y las dos cúpulas laterales inclinadas y
listas para caer también.
Con la
puesta del sol, un pelotón de policía, bien disciplinado, llevó a término la
ceremonia de bajar la bandera nacional frente a todo lo que queda del orgullo
haitiano: un símbolo lentamente desmoronándose, que no tiene remedio.
El Palacio Presidencial antes |
El Palacio Presidencial después |
HUEH
Estábamos
viviendo en el recinto del HUEH, el Hospital General, un hospital
universitario. Nadie se atreve a vivir o
trabajar dentro los edificios agrietados.
Sin embargo, todos los patios, jardines y callejones internos están
llenos con tiendas de campañas, lo que los haitianos llaman “tents”. En este momento, según la Administradora, hay
unos 350 pacientes.
Cada
“tent” de 20 camas es un “pabellón”. Un
“tent” para amputación de piernas, otro para brazos, etc. La mayoría de los pacientes han recibido
heridas físicas: cabezas, brazos, piernas y heridas internas también. Hay 25 “tents” como esos para pacientes
recuperándose.
Hay
“tents” para embarazadas (por un callejón), para pediatría (más allá en el
mismo callejón), por emergencias (frente al portal principal). Más atrás hay un “tent” para cirugía, con
seis mesas de operación, y un “tent” para recuperación.
Hay un “tent” para
trabajos de laboratorio y otro para medicina profiláctica, (vacunaciones etc.)
y otros dos “tents” para pacientes externos con HIV.
Hay una lona para
los bomberos voluntarios quienes vinieron para bombear y purificar el agua.
La
mayoría de los “tents” tienen sus paredes laterales abiertas para permitir el
movimiento del aire y aliviar en algo el calor intenso de medio día. Solamente los “tents” más especializados
tienen aire acondicionado. Algunos más
tienen abanicos eléctricos. (Un día
llegamos a 43º C en nuestro propio “tent”).
Este era un edifico de tres pisos de la Universidad de Leogane - ¡imagínate! |
Sonidos en la noche
El
sonido se oye de lejos en un hospital de “tents”, especialmente por la noche:
el llanto de soledad de un niño; el grito de dolor al sacar una muestra de
sangre; la desesperación de una mujer en parto; la agonía mientras que una
fisioterapista hace doblar una rodilla por vez primera, y -en la oscuridad de
la aurora- el lamento triste y repetitivo de los sobrevivientes por los que no
sobrevivieron.
Ayuda Internacional
Se
siente humilde frente al tamaño y seriedad de la ayuda internacional que ha
llegado, de ONGs y caridades de toda índole, algunos motivados por la fe, otros
por la filantropía.
Encontramos
un grupo de New York que pertenecía a una secta Hindú que se llama
Saibaba. Cada semana estaban enviando
cinco voluntarios para ayudar a unos Frailes Franciscanos. Cada mañana los frailes celebraban Misa, y en
seguida convirtieron su Capilla de St. Alexandre en una clínica, con hasta 500
pacientes por día, sentados en orden en los bancos, esperando a ser recibidos
por los médicos a cada lado del altar.
Por
supuesto encontramos algunos grupos que solamente se interesaban en propagar su
punto de vista particular, pero la gran mayoría reconocieron un ser supremo (en
algunos casos se le llamaron “Dios”) quien es amor, todo amor y solamente amor.
Encontramos
a Ivy, una joven judía feliz de Los Ángeles, quien había venido con licencia
indefinida, para ayudar a la Administración del hospital. Sencillamente explicó que su mejor amiga era
haitiana.
Encontramos
a Josee, una joven farmacéutica de New York quien vino por iniciativa propia
para ayudar a organizar el almacén de farmacéuticos.
Encontremos
a Cándido de Guatemala, encabezando un equipo de bomberos voluntarios de Perú y
Madrid.
Encontramos
al Dr. Evan Lyon de Boston, trabajando con “Partners in Health”, para montar
clínicas y hospitales pequeños.
Y no
importa donde fuimos, al identificarnos como dominicanos, estábamos felicitados
por ser los primeros y por hacer más.
Los “Tents”
Celebramos
Misa cada mañana bajo dos enormes “tents” verdes del ejército americano. Encontramos, en y alrededor de una cancha,
una aldea de “tents” de un azul bonito, donado por “La República del Pueblo de
China”. Rezamos el rosario en el Champs
du Mars bajo una carpa “US Aid – una donación del Pueblo Americano”. Los pabellones de los niños en el hospital
estaban “Donados por Suiza”, y los niños mismos dormían en literas del
“Ministerio dell’interno, Socorro Pubblico” de Italia. Mientras tanto, los pabellones de ginecología
eran “tents” de la “Fundación Budista de Taiwán”. Y, por fin, el Padre Jaime durmió en un
“tent” del “Crescente Rojo de Libya”.
Acomodación de lujo
Nosotros
mismos tuvimos nuestro propio “tent” (hecho en Chile), con 1.3 metros de altura
y espacio para dos colchones en el suelo.
Estaba colocado en el patio lateral de lo que queda de la Capilla de La
Inmaculada Concepción, al lado del “tent” de la Administradora del
hospital. (Ella -como tantos más- había
perdido su propia casa). Al otro lado
del patio se había construido el laboratorio del hospital. El edificio vacío estaba intacto todavía,
pero con grietas largas no solamente en sus paredes, sino dividiendo una
columna principal también. Su derrumbe
era solamente una cuestión de tiempo.
Cada vez
que aparecía un edificio que lucía intacto, nos encontramos buscando dónde
estaban escondidas sus grietas.
¡A jugar!
El Padre Jaime y Nidia contagiados por el entusiasmo de los muchachos.
¡Qué gozada! ¿Notaste que al chico de la izquierda se le ha amputado el pie? |
Champs du Mars
Cada
atardecer acompañábamos al Padre Jaime a visitar la ciudad de “tents” frente al
Palacio Presidencial. Un laberinto de
callejones torcidos, penetrando el ruidoso hormiguero con su repugnante olor,
entre estructuras e inventos techados de todas las formas y colores
imaginables.
La gente
estaba contenta de vernos, y cada noche un grupo (principalmente de mujeres y
niños) rápidamente se reunían para cantar unas canciones y rezar el rosario (en
nuestro Creole muy especial). Nos
aceptaron, pero uno se siente que muchos estaban llegando al límite, y que
-pronto- los patrones de vida civilizada desaparecerían como tantas otras cosas
de su vida anterior.
Cercana
había una fuente de agua – la única agua disponible. En la media-luz del crepúsculo, la gente,
hombres, mujeres y niños, se enjabonaban y se lavaban. En tales circunstancias la modestia es un lujo.
Permite a los niños venir a Mí
Los
pabellones de pediatría no estaban muy lejos, y pronto -a pesar de la barrera
del idioma- hicimos amigos con los niños.
Es curioso cómo una cara cómica y un gesto de payaso hacen sonreír a
cualquier persona.
Todos
los niños -entre dos y catorce años de edad- estaban recuperándose de heridas serias,
y a muchos les faltaba un dedo, un brazo o una pierna. Los tornillos grotescos que se usan para
estabilizar huesos rotos son aún más terribles, saliendo de los miembros de un
niño. La mayoría tuvo contusiones en la
cabeza y heridas internas también.
De vez
en cuando se encuentra una camita ya vacía.
No se atreve a preguntar: ¿qué pasó?
Puede que el niño ya se había ido a casa. Pero, puede que también se había ido a la
morgue.
No
podíamos permitirnos llorar. Tenemos que
trasmitir esperanza, esperanza contra toda esperanza, la promesa de esperanza,
la expectación de esperanza, el sueño de esperanza. Y aún más allá de lo que parece una meta
imposible, nos espera la fe y el amor.
Al fin y al cabo, quedan solamente tres cosas: fe, esperanza y amor, y
la más grande de ellas es el amor.
La Misa de cada día
En
tiempos inciertos la gente busca la seguridad del conocido. Así que, cada mañana celebramos una Misa con
todos los detalles hechos justamente “así”.
Por ejemplo, no una, sino tres manteles en el altar. Y el Padre Jaime vestido con todos, pero
todos los ornamentos. Y oramos y rezamos
todas y cada oración. Y parece que la
gente se sintió más tranquila por participar en la misma liturgia de cuando la
vida era “normal”, aunque estábamos celebrando en un “tent” en el patio frontal
de lo que quedó de la capilla.
Jueves Santo
El
Jueves Santo tuvo un sentido muy especial para nosotros. Pudimos usar la capilla del hospital por la
primera vez desde el terremoto. La parte
dañada se había cerrado atrás de una pared de plywood, y el interior estaba
pintado de nuevo en blanco y azul.
Sin
embargo, aunque habíamos hecho correr la voz, menos de 20 personas
llegaron. Así que, como en la parábola
de Lucas 14, 21, salimos a los callejones, a los pabellones de los niños, para
traer una docena de cojos y mutilados.
Los niños estaban encantados con la expedición, y compitieron el uno con
el otro para demostrarnos su recién aprendida técnica de andar con muletas.
Entonces
ocurrió el momento más fuerte de todo: sin pensar, dije al Padre Jaime: “En la
ceremonia de lavar los pies, recuerde pedirles a los niños quitarse el zapato
derecho. Es que algunos no tienen la
pierna izquierda…”
Nos
miramos el uno al otro -¡se las habían amputado!- y rápidamente escondimos nuestras
emociones.
La ceremonia de lavar los pies |
Tal cual
como nuestro Jueves Santo se había llenado de tristeza, el Domingo de Gloria
nos encontró con una capilla llena y un coro alegre. Veinte seis de nuestros hermanitos de los
pabellones nos acompañaron, colocando sus muletas bajo los bancos, y sentados
en las primeras tres filas, para prestar atención a cada acto: la entrada
triunfal del Cirio Pascual (encendida por una de ellas); las canciones a cuatro
voces, acompañados solamente por un tambor; la breve prédica en Creole de Hno.
Miguel Martel; el solemne misterio de la Eucaristía y, después, la sorpresa de
un bizcocho y refrescos para celebrar el aniversario del coro. Al fin de una semana de pruebas y
dificultades, el Domingo de Gloria nos ofreció un futuro de comunidad y
esperanza.
Gracias,
Señor Jesús, por permitirnos acompañarte en esta Semana Mayor.
La tragedia que viene
La
palabra “tragedia” sugiere un desastre inminente al que nos sentimos impotentes
de evitar. Es la única forma de
describir el futuro terrible que espera a los haitianos. No existe -en ningún lugar del mundo- una
organización capaz de alimentar 3,000,000 personas cada día durante todo el
futuro previsible.
Por un
lado, hay miles de voluntarios bien intencionados trabajando en todo lo posible
para ayudar. Por el otro lado, hay
errores, faltas de planificación, y -de vez en cuando- una falta de honestidad
(que recibe demasiada publicidad, a detrimento del esfuerzo principal).
En el
medio hay -literalmente- millones de personas que no tienen absolutamente nada
y no tienen a dónde a ir.
Pronto
vamos a ver gente muriendo de hambre.
Parece inevitable, y no hay nada que podemos hacer.
Y con el
mes de mayo vendrán las lluvias. Hay que
recordar que todo el mundo está viviendo hacinado bajo carpas y lonas, con una
falta absoluta de salubridad y privacidad.
Inevitablemente vendrán enfermedades contagiosas y en sus huellas, más
muertos.
Con
hambre y enfermedad amenazando a la población entera, y relativamente tan poca
ayuda frente a un reto tan grande, vamos a ver un descontento creciente.
Una
tragedia está esperando para ocurrir.
La tragedia final
La
columna dorsal de cualquier sociedad es su clase media: los dueños de tiendas,
colmados, cafeterías, talleres y pequeños negocios. Esta gente ha visto destruida -en un minuto y
medio- una vida entera de planificación, largas horas y sacrificios
personales. Se han vuelto tan pobres
como el pordiosero de la acera.
La
tragedia final es que Haití solamente puede reconstruirse si la clase media
está motivada a arrancar y empezar de nuevo.
Y la triste verdad es que la mayoría de ellos prefiriere emigrar si es
posible.
Si Haití
pierde su clase media, el efecto de largo plazo será aún más desastroso que el
mismo terremoto.
Conclusión
¿Cómo se
consuela a un muchacho de 14 años, todavía hospitalizado con serias heridas en
su pierna, que ha perdido su familia entera?
Las
circunstancias en Haití son tan sobrecogedoras, que son difíciles de
comprender. Sin embargo hay tres
opciones:
1. Cerrar los ojos bien firmes, y esperar que
desaparezca.
2. Juzgar y criticar.
3. Seguir a Sta. Teresa de Lisieux, y hacer pocas
cosas, pero hacerlas bien.
No
podemos resolver la problemática de Haití.
Será una realidad cercana por el resto de nuestras vidas.
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